Ricardo Ordóñez, originario de Coatzacoalcos, murió este viernes 18 de julio luego de mantenerse durante 38 días encadenado a una luminaria frente al Palacio de Gobierno de Veracruz. Su cuerpo resistió hasta donde pudo; el del gobierno estatal, en cambio, ni se inmutó.
Ordóñez había iniciado una huelga de hambre el pasado 9 de junio en la Plaza Lerdo, como último recurso para denunciar un presunto fraude inmobiliario que, según él, afectó a más de 100 personas en el fraccionamiento “Los Almendros”, en Coatzacoalcos. Cuatro años después de los hechos, sin justicia ni respuesta institucional, su protesta se volvió desesperación.
En reiteradas ocasiones solicitó ser recibido por la gobernadora Rocío Nahle García. No pedía favores ni privilegios, exigía justicia. Pero ni ella ni algún funcionario de su administración se tomaron la molestia de escucharlo. La Fiscalía General del Estado, a la que denunció por omisión, tampoco mostró voluntad de actuar contra la empresa “Arquitectos”, acusada de cobrar 700 mil pesos por dos terrenos que nunca fueron entregados.
Ricardo advirtió que su vida corría peligro. Suplicó atención. Y el gobierno, simplemente, dejó pasar los días.
Su muerte no fue un accidente ni una consecuencia inevitable: fue resultado directo del desdén institucional, de un aparato que ignora a quienes no tienen poder ni influencias.
El caso de Ricardo Ordóñez es más que una tragedia individual. Es un recordatorio doloroso de cómo la indiferencia gubernamental puede volverse criminal. ¿Cuántas vidas más deberán perderse para que en Veracruz las autoridades escuchen?
